Llegó la hora -dijo la Morsa- de hablar de muchas cosas:
de zapatos y barcos y sellos. De repollos y reyes. De por qué el mar está hirviendo y de si los cerditos tienen alas. (
Lewis Carroll)
¿Tú tienes alas?
(Y de acá para abajo escribo YO)

martes, 23 de febrero de 2010

Un tanguito


El marfil blanco estaba frío. El vapor de su respiración se recostaba sobre el barniz del piano.
Tocó el Do más agudo indicando que en cinco segundos comenzaba. La pareja de baile se preparó, levantaron sus cabezas, erguidos y en permanente contacto visual. Y ahí esperaron.
Ella hizo trampa y le guiñó un ojo a su pianista.
El primer acorde rompió el silencio de copas de champagne, y los bailarines recordaron sus pasos tal como los habían ensayado un millón de veces. La agarró un poco más fuerte con su brazo derecho, presionando pecho con pecho, y ella con delicadeza, pero completa pasión, cedió.
Él violaba cada parte de su compañera con la mirada y manos, cual buen tango bien bailado.
Pivot, cruce atrás, cruce adelante y apertura. Un juego de piernas moviendose con profesional erotismo.
Un mechón de pelo se le soltó del rodete, y largó con eso la rosa roja que se lucía en su cabeza.
Al compás del piano, levantó sus tacos y realizó la posición final de la coreografía.
Los ovacionaron y luego se hundieron en murmullos y luces ambientales.
La pareja de baile se echaba la respiración sobre la boca del otro. Exhalaban agitados, manteniendo la posición por un tiempo mayor al que espera cualquier artista mientras lo aplauden.
El pianista tocó ahora un Mi muy grave y corto, que desprendió a la pareja en menos de un segundo. Se rieron, se despidieron, se fueron.
Ella con su esposo, el pianista, con quien probablemente brindaría en casa por una noche más de trabajo bien realizado y luego harían el amor.
Él, solo en su motocicleta, pensando en ella, su amor ya ocupado, quien únicamente era suya en la pista de baile y en sus sueños.
Al menos, se alegró, era él quien se llevaba la rosa roja a su casa.

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