Y él la miraba tras el espejo.
Un polarizado presidencial separaba a su cuerpo sobre la camilla de su miedo más grande.
Tres golpes tras el vidrio le indicaron que no volviera a gritar. Más le valía.
Jane se encontraba tendida boca arriba,
contando absolutamente todo:
- Los veinticinco segundos cada los que parpadeaba el tubo de luz en el techo.
- Los Tic Tok del reloj en la pared.
- Los ruidos de timbre al otro lado de la puerta.
- Las mil cincuenta y seis pulsaciones por segundo que emitía su corazón asustado. O mil cincuenta y ocho, algo así.
Tras el vidrio el hombre afilaba y probaba sus herramientas,
sonidos agudos y taladrantes.
Probablemente lo primero que haría su enemigo sería inyectarle algún sedante o estupefaciente para extirparle ese molesto diente.
Con tan sólo cinco años es lógico que a la pequeña Jane no le guste ir al dentista.
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